'The Substance': ¡Cuidado con la puta sagrada!
La película de Coralie Fargeat es un ensayo filosófico y una advertencia, y el peligro mortal del que nos avisa solo podía enunciarse con un baño de sangre en los tropos manidos del género de horror
El crítico Antonio Enrique González Rojas, en un artículo de Rialta, no menciona, en su lista literalmente exhaustiva de películas relacionadas con The Substance, la única de la que es casi un calco: Requiem for a Dream, de Darren Aronofsky.
Seguramente, habría que citar como influencia a Black Swan, del mismo Aronofsky, que Antonio Enrique tampoco toma en cuenta; o The Elephant Man, que sí menciona. La película de Coralie Fargeat las coge todas, las mete en una moledora de carne y crea un doble muñeco hollywoodense: Elisabeth Sparkle & Cía.
El trasunto de Liz es Sue, que sale directamente de su espalda como un producto terminado, un deseo cumplido que le devuelve la belleza juvenil. Digamos que se trata de una mala compañía, una creación del Wuhan Drive-thru oculto en las verrugas de Los Ángeles, donde se cocinan substancias no aptas para menores de 50 años.
Cien millas al sur, en las fronteras del Imperio, refulge la capital de las cirugías estéticas: Tijuana, residencia palaciega del Doctor Buenrostro (un nombre real) en su gabinete de ogros en la calle Revolución. Si nada de esto existiera, habría que inventar a una cineasta francesa capaz de imaginarlo.
Si Sue no sale del costado de Liz es porque ese referente ya había sido tomado por la Biblia, y porque de la costilla de una mujer solo podría salir un hombre: un siervo, no una rival. Sin embargo, una jevita reciclable concebida en la espina dorsal por generación espontánea no estaría demasiado lejos de las maquinaciones políticas del “sexo débil”.
Demi Moore es hoy la esclava del Botox, toxina estatal que le mantiene la boca crispada en un rictus payasesco. Hay un perverso aire de decadencia que sopla como un ventilador chino sobre ese rostro clásico, una vez codiciado por Ashton Kutcher y Bruce Willis. Sobre los pómulos y arcos superciliares comienza a caer la tiña de los años. ¡Sic transit gloria cinema!
La película comienza en el quincuagésimo cumpleaños de la protagonista, el momento en que recibe una tarja con su nombre en el Paseo de las Estrellas. El productor del programa televisivo de ejercicios baratos que la ha mantenido activa más allá de su fecha de vencimiento, le anula el contrato, y Liz Sparkle, de camino a casa, deprimida y descarrilada al ver una valla con su rostro que pierde el pellejo en los bulevares, pierde a su vez el control del vehículo y se estrella contra un paisaje genérico del Sunset Strip.
No muere, aunque queda oficialmente deshabilitada. Un enfermero vagamente foráneo que visita su camilla le pasa una memoria flash con la info necesaria para conseguir el milagro: la “sustancia”, que en la película de Fargeat es algo parecido a la “substance D” de la novela A Scanner Darkly, de Philip K. Dick, donde el asunto del doble que se delata a sí mismo ya había sido tratado de manera rotunda.
Tendríamos que retrotraernos a Cobra, de Severo Sarduy, el transgénero obsesionado con las cirugías estéticas y los bloqueadores hormonales, y evocar cariñosamente a su doble miniaturizado, la Enana Pup, para comenzar a pinchar con la punta de la aguja el problema de Sparkle. Recordemos que en el quirófano del Dr. Ktazob los sufrimientos de Cobra eran transferidos telepáticamente a Pup.
Nadie como P. K. Dick, en Ubik, ha imitado el slang de los vendedores de golosinas farmacéuticas que retardan la muerte. Pero Fargeat va más lejos que Dick, más lejos que Fauci, más lejos que Aronofsky y que el Wuhan Lab. La directora francesa se interna en un mundo perdido cuyos antecedentes están en los blood fests de Brian de Palma y Wes Craven.
El verdadero villano de The Substance es el modelo mercantil que ha convertido a las urbes globales en Amazonias, ubicuos dispensarios disfrazados de taquillas donde la ayahuasca y el fentanilo pueden ser obtenidos, de manera privada y segura. Lo que antes requería la incursión en el gueto en busca de una monja de cambolo o un nickel bag de sativa, hoy solo necesita una membresía Prime y una tarjeta de crédito.
La Sustancia llega por correo, una sustancia D —o Death— con fecha de expiración y entrega a domicilio: el Ángel de la Muerte llama a la puerta. Los villanos de Fargeat son, de algún modo, Jeff Bezos, el de rostro de ciborg, y su pareja criogénica, Lauren Sánchez.
La parafernalia de la sustancia es harto familiar: jeringas, organizadores de dosis divididos en días de la semana, activadores e inhibidores de hormonas y proteasas, calendarios de vacunas y recordatorios digitales de revacunación. Big Pharma es Moloch, pero Big Chemical introduce tanto plástico fabricado con hidrocarburos en nuestro sistema que podría extraerse anualmente de las moléculas del cuerpo humano el equivalente de una tarjeta de crédito. No es de extrañar entonces que Sue-Liz quiera más y más, y que sea capaz de traicionar a la Otra, que es Ella (Remember: You Are One), con tal de vacilarse ante el espejo y ver los labios carnosos, las nalgas esculturales y los ojos de un azul electrónico.
Fargeat sigue la tendencia Lanthimos al mostrar el cuerpo femenino como dios lo trajo al estudio. La sensiblería woke, que hunde sus raíces en el filisteísmo puritano, abochornó a la desnudez y la sacó de las pantallas: ahora regresa, gracias a un movimiento contrarrevolucionario en las artes, con Demi Moore en cueros vivos, aquella misma Venus de Sherman Oaks que apareció en la portada de Vanity Fair de 1991 encinta y desnudada. Margaret Qualley recoge la antorcha y deviene el nuevo naked lunch del voyerismo popular.
Occidente se renueva y se recicla en un renacimiento de los últimos tiempos cuando Qualley irrumpe como la Cicciolina de Lanthimos y Fargeat, inmediatamente disponible, absolutamente reusable, conspicuamente comestible, filosóficamente inexplicable: es el misterio de lo Eterno femenino que se alza sobre la podredumbre urbana. Es América the Beautiful, la eternamente joven, enfrentada a la vieja América desdentada y moquillenta.
La joven América le ha extraído el jugo a la bruja esclerótica que se aferra a la vida con uñas roídas por el comején. El problema de América fue siempre the pursuit of happiness, pero el libertinaje del último siglo la hizo caer en los más rocambolescos excesos. La vemos desmelenada en las calles de Los Ángeles, corriendo hacia su proveedor en el culo de la urbe: “There's been a slight misuse of the Substance”, le grita Liz al celular. Pero todos sabemos que eso es decir poco, que es quedarse corto. Lo que realmente ha sucedido es un gravísimo abuso de poder, la violación de las leyes de la Naturaleza.
La joven Qualley aparece en el súper evento mediático de fin de año, que también podría ser la kermés del fin de los tiempos, lista para comerse al mundo, brillar en las pasarelas, declarar su independencia del Homo Toxicum y la América Terminal. Es el momento en que, frente a ocho mil millones de espectadores armados de camaritas, se convierte en el “Monstro Elisasue”, un híbrido. Es la Mantícora, con cabeza humana y cuerpo de dragón, que lleva en su costado la máscara de Demi Moore hecha de carroña vociferante.
La película de Coralie Fargeat es un ensayo filosófico y una advertencia, y el peligro mortal del que nos avisa solo podía enunciarse con un baño de sangre en los tropos manidos del género de horror.