Siempre es 26... y a veces 11
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El 26 de julio de 1953, Fidel Castro asaltó el cuartel Moncada en Santiago de Cuba. Los detalles de ese evento histórico están laboriosamente referidos en el libro The Moncada Attack: Birth of the Cuban Revolution (University of South Carolina Press, 2007), del profesor Antonio de la Cova.
No entiendo cómo ese libro no ha sido traducido aún al español. Achaco el vacío bibliográfico al daño infligido a la cultura por los chanchullos académicos de la intelectualidad cubana, los sectarismos y las disputas doctrinales de una claque de profesores interesada en imponer su versión real maravillosa de la gesta.
Agréguese a lo anterior el sesgo sentimentaloide y el tratamiento reverencial de parientes y antepasados que tomaron parte en la gloriosa “Revolución”, y tendremos una norma historiográfica fallida y un obstáculo insalvable a la comprensión de los orígenes del castrismo. Es la razón por la que el libro de De la Cova no ha conseguido llegar a sus lectores naturales. Quién quita que algún día reciba el reconocimiento que merece.
¿Cuántas décadas pasarán antes de que los lectores cubanos puedan enterarse, por boca del dueño de la funeraria que recogió el cadáver de Abel Santamaría, de que el hermano de Haydée no había sido torturado ni a su cuerpo le faltaban los ojos? Lo mismo sucedió con los detalles sensacionalistas de la muerte de Boris Luis Santa Coloma. Fueron ellos los primeros mártires del castrismo, sus víctimas rituales, por haber sido los primeros engañados, los primeros a quienes el verdugo llevó al matadero. Santos que no alcanzaron a ver el efecto malvado de su sacrificio, apóstoles que gravitan en el limbo, entre la ignominia y la inocencia.
Eran taxistas, estudiantes, empleados, burguesitos, tenedores de libros. El castrismo necesitó darse un baño ritual con la sangre joven de esos pobres diablos. No sabían a lo que iban, ni qué les esperaba en Santiago. Debieron haber llegado contentos a la granjita Siboney. Creían haber sido convocados para disparar a botellas. El hijo de un inmigrante rencoroso escogió el santoral de Santiago Apóstol para que ellos le entregaran el alma al diablo.
Entretanto, los soldaditos batistianos regresaban ebrios del carnaval. Así fueron baleados en sus catres, inconscientes, a tiros de escopeta. Incluso ellos son protomártires castristas. Al saber de la masacre, sus hermanos y primos, también empleados de la guarnición, reclamaron la sangre de los asaltantes. Así el cubano se enfrentó al cubano, y así la muerte politizó lo carnavalesco. No el navajazo en la nalga ni la puñalada trapera en la trocha: fue la venganza ajena la que proveyó la coartada al castrismo naciente. Abandonarlos a su suerte para que la furia vengativa se cebara en los sobrevivientes. El Moncada fue un crimen perfecto.
Los mártires de uno y otro bando sirvieron a los propósitos de Fidel. Años más tarde, le servirían los exiliados, los atletas olímpicos, la escoria, las brigadas médicas, las tropas internacionalistas y la corruptela de pequeñas y medianas empresas. Las bailarinas del Ballet, los niños de La Colmenita, los pusilánimes directores de cine, los colaboracionistas de la Nueva Trova, las viejas del Comité y, últimamente, los gais y las lesbianas oficialmente empadronados. Todos, sin excepciones, hemos sido carne de cañón de Fidel.
El 26 de julio de 1953, en la granjita Siboney, aquellos primeros engañados se enfrentaron a su destino con una mezcla de estupor y resignación. Fidel los condujo a la muerte segura, solo por hacerse de un nombre. Luego, el resto de Cuba se acostumbró a ser burlado consuetudinariamente y a pronunciar ese nombre automáticamente. El asalto al cuartel Moncada hizo a Fidel omnisciente y omnipresente.
Aquel fue el lanzamiento espectacular de la superestrella, su primer gran concierto en vivo. El Moncada fue puro rock ‘n’ roll. A partir de entonces, nuestro Jesucristo Superstar monopolizaría los primeros lugares de todo. Su gesta tiene algo diabólicamente milagroso. Cuando se vio perdido, apareció un arzobispo. Cuando va a la cárcel, Mañach lo defiende y Batista lo indulta. ¿Cómo es que no hubo un Poncio Pilatos que se lavara las manos y lo mandara a crucificar? Viaja a México y regresa de México como un Cortés en recurva. Todo lo que pudo haber salido mal, salió estupendamente. Excepto para los otros. Para nosotros.
Esa es la sensación que nos deja la lectura del libro de Antonio de la Cova, que pasó 30 años recopilando pacientemente los testimonios de soldados batistianos y asaltantes fidelistas. Vale decir: haciendo historia, eso que no han sabido hacer nuestros historiadores. The Moncada Attack: Birth of the Cuban Revolution es un libro terrible, impactante, una biblia cubana, el único texto que da la medida exacta del crimen inaugural.
Debieron pasar 68 años para que otro día señero le disputara sus prerrogativas a la efeméride castrista. Fue el 11 de julio de un año que en alguna película de Stanley Kubrick hubiera indicado el futuro absoluto. También en la odisea 2021 cubana la tecnología digital hizo milagros.
Cualquier tipo de organización estuvo ausente en las protestas del 11J. El movimiento de pueblos desorganizados carecía de redes políticas: nadie llevaba máscara, disfraz, ni nombre de guerra. La lucha fue a cara descubierta. Nadie reclutó a los ferroviarios, los carteros, los doctores, los taxistas, las enfermeras, los estudiantes, las jineteras y los lumpen. No hubo disciplina partidista ni organización guerrillera. La gente salió a la calle por una pura corazonada.
No hubo clandestinidad, brigadas de agitprop ni bandas de saboteadores al mando de un líder carismático. La gente actuó con una ingenuidad salvaje. Algunos imitaron las quemas de patrulleros vistas en TikTok, y todos fueron visionarios en sus cuentas de Facebook. Habían contemplado el reino de la posibilidad en el espacio virtual y una era imaginaria en YouTube.
Cuando se escriba la historia de ese día, habrá que decir que el castrismo contó con el apoyo incondicional de Estados Unidos: 40 congresistas yanquis achacaron las protestas al embargo y al COVID-19, mientras las agencias de prensa tradicionales ninguneaban la represión.
Susan Sarandon, Jane Fonda, Cornell West y Danny Glover exigieron que se dejara a Cuba vivir en paz; los congresistas Jim McGovern, Ilhan Omar y Alexandria Ocasio-Cortez demandaron la inmediata reanudación de las multimillonarias remesas provenientes del Exilio. España, nostálgica, estuvo dispuesta a proveer al dictador suplente con equipos antidisturbios. El pueblo dormido, embrutecido y sorprendido en la resaca de una borrachera que había durado seis décadas, no supo cómo reaccionar. En lugar de quemar el Capitolio y asaltar el Ministerio de Cultura, creyó que unas calles atestadas de cuerpos bastaban para hacernos libres.
El 11 de julio de 2021, la suerte del pueblo cubano estuvo más cerca de la de los soldaditos ebrios del batistato que la de los enguayaberados sobrevivientes del asalto al cuartel. Era la venganza final de la Historia, cuyo libro del desengaño y la victoria tal vez deberá esperar por la promoción de historiadores contrarrevolucionarios del 2053.