León XIV, o el miserabilismo trascendental
Esto no es pobreza, señores feligreses, ¡es oro mediático!
Desde hace dos mil años, la Iglesia ha usado a los pobres para su propaganda, sin que nadie, excepto Federico Nietzsche, se escandalizara: “Cuando el que estaba exhausto sale con el porte de un hombre muy activo y enérgico (la degeneración implica un cierto exceso de descarga espiritual y nerviosa) se le confunde con un hombre rico”.
Nietzsche pudo haber estado hablando del papado.
Los pobres fueron el prop del papa Francisco y ahora de León XIV, pero a ningún papa se le ocurriría ponerse el nombre Oswaldo II, un pobre diablo asesinado junto al mártir cristiano Harold Cepero en camino a Santiago, dos locos de dios y de la santa patria. ¡Ecce homos!
Al contrario, el nuevo papa viene bañado de la purpurina que le priva al populacho: casullas de oro (que Francisco había desechado) y un soundbite gomoso de municipalidad quechua que resuena en pantalla como unas maraquitas de lata: Chiclayo. Cada inquilino del Vaticano trae en la mochila su propio Macondo.
Francisco era el iluminado de los arrabales, mientras que León es el americano bueno entre los indios. Seguramente, la pobreza no se pega, pues de solo poner un pie en la Santa Sede, Robert Francis Prevost renace como lo que siempre fue y será: un franco-italiano-español de Chicago con aires de organizer obamista.
Eso no es pobreza, señores feligreses, ¡es oro mediático!
Se habla, entre latinos, de “pobreza de solemnidad”, el tipo de miseria que encontró un vocero en el impenetrable Pepe Mujica, expresidente de Uruguay. Prendida de sus labios y de cada uno de los mujiquismos, la chusma vio en él a un gurú cuyas perogrulladas se abrían paso en los anaqueles, los tabloides y los cines. Era la variante vaticana de la miseria, llamada “irradiante” por Lezama Lima, el primer Mujica.
Debería hablarse hoy, más bien, de “miserabilismo trascendental”, un concepto que el filósofo Nick Land introdujo en el debate filosófico. Land rastrea los orígenes de esa idea en el neomarxismo: “Todo lo que queda de Marx es un paquete sicológico de resentimientos y descontentos, reducible a la palabra capitalismo en su acepción más vaga y negativa: el nombre de todo lo que daña, duele y desencanta”.
El padre Roberto almuerza entre cubanos reunidos en torno a un mesón eucarístico: arroz Mahatma y platanitos fritos con aceite Mazola adquiridos en Tuambia, o cualquier otra plataforma oficialista, con los dólares verdes de la emigración leal.
Otra vez: el cardenal Prevost con camisa remangada y botas de goma, metido en el atolladero de la última inundación sudamericana. Esperemos que León XIV no sea el avatar designado para hacerle frente a la figura babilónica de Donald Trump.
El oropel pontificio —con toques decorativos trumpistas— tiene de trasfondo la crisis económica del Vaticano, de la misma manera que las deliberaciones cardenalicias tuvieron encima la Capilla Sixtina, un circo fabuloso concebido por el afocante Michelangelo Buonarroti, con más matices que la bandera de Stonewall.
La Iglesia no necesita del woke porque la historia de David y su compromiso, el rey Jonatán, contiene toda la sabiduría genérica, política y musical que hiciera falta.
Tantas paradojas hubieran hecho reventar por las costuras a cualquier iglesia, pero el rebaño de la plaza San Pedro estaba vendido de antemano al cónclave de viejos socarrones. ¡Allá afuera todos eran más papistas que el papa! Otra vez Nietzsche: “Dondequiera que ha habido oraciones, se invocaba a alguien que podía dar algo”.
Cuando el padre Roberto reprende al converso J.D. Vance por priorizar la unidad nacional estadounidense, lo hace a sabiendas de que el tema migratorio es dinero constante en la gorra de recaudaciones. Hay ciertas prioridades (raciales, mediáticas, doctrinales), no expresadas explícitamente en ningún documento, que la figura papal encarna y ratifica. Prior quasi primus inter alios: lo mismo en Washington que en la curia romana, prior es primero entre otros, algo que un pontífice escogido a dedo debería saber.
Imposible no ver en Chiclayo y Holguín, entre quechuas y agustinianos, que la Iglesia misionera anuncia su disposición a proyectarse en la escena internacional como Brigada Venceremos. La propaganda eclesiástica reconoce la necesidad del “crowd”, debido a que la Iglesia católica fue, históricamente, la más exitosa y original campaña de crowdsourcing.
La Iglesia necesita de inversionistas tanto como de propagandistas, y las imágenes de León XIV en Perú y en Cuba lo pintan favorablemente en medio de ese crowd de mulatos fotogénicos, cederistas con el corazón de oro y cholos pentecostales. Lo que equivale a decir: el “paquete sicológico de resentimientos y descontentos” que es el capital humano.
Por detrás de los frescos del Juicio Final hay un sombrío departamento de finanzas, la Amministrazione del patrimonio della Sede Apostolica (A.P.S.A.) donde unos príncipes de la Iglesia (que Dante Alighieri hubiera enviado directamente al Infierno) trafican con todo lo que “daña, duele y desencanta” (se sabe que la Amministrazione ha invertido en compañías farmacéuticas que producen anticonceptivos). Bergoglio trató de poner freno al santo desbarajuste, y no pudo.
De todos los dicasterios instituidos por el papa Francisco en la constitución apostólica del 2022, el más poderoso es, precisamente, Propaganda fide, llamado hoy Dicasterio de Evangelización, del que se rumora que es más rico que la misma Santa Sede. El último pro-prefecto del Dicasterio de Evangelización era el cardenal filipino Luis Antonio Tagle, uno de los favoritos del último cónclave. “Me puede despedir y seré su cocinero”, fue la bienvenida del filipino al nuevo papa americano. Roberto: “¿Usted sabe cocinar?”.
Desde 2023 hasta su ascensión al trono de San Pedro, el cardenal Robert Francis Prevost fue el prefecto del Dicasterio para los Obispos, lo cual podría llevarnos a creer que estamos ante el garante de alguna tradición. Dejemos responder a Nietzsche:
“Lo que más sufre hoy es el instinto y la voluntad de tradición: todas las instituciones que deben su origen a este instinto se oponen a los gustos de la época... En el fondo, no se piensa ni se hace nada que no esté destinado a desarraigar el espíritu de la tradición. De lo cual se desprende que los principios desorganizadores dan a nuestra época su carácter específico”. (La voluntad de poder, 1883-89)