Antón púrpura, Walker verde olivo
Nadie se atreverá a decirle a Alice Walker que su medalla es una presea robada, arrebatada al cuello de un pensador cubano que evitó caer en la adulación y la purpurina
En una entrevista de 1996, la escritora afroamericana Alice Walker, galardonada en La Habana hace una semana con la medalla Haydée Santamaría, se expresaba de esta manera:
“Cuando pienso en Fidel, lo imagino como una secuoya de California. Puede que no te gusten las secuoyas, puede que prefieras el roble o el pino. Pero en realidad son magníficas. Y creo que el simple hecho de tener cerca esos viejos árboles refresca el espíritu”.
Enseguida, la prodigiosa guardabosques se explayaba:
“Fidel es así, te guste o no. Es increíble. Es viejo. ¡Tiene setenta años! Creo que sería magnífico que llegara a cien años, o más. Solo para que pudiéramos verlo. Necesitamos ver a revolucionarios viejos. Piensa en todos nuestros revolucionarios, en su mayoría mueren jóvenes. Bueno, eso también es glorioso, pero qué magnífico tener un revolucionario realmente viejo. Puede tener ochenta y cinco años, con una barba hasta la cintura y cabello hasta aquí, ¡y qué bueno para nosotros verlo!”.
El ojo ciego de Alice Walker, el ojo que le sacó su hermano Curtis con una pistola de balines cuando era chiquita, merodeó por la habitación decorada con féferes afro, antes de aterrizar en el lente de la cámara:
“Creo que ha estado en el poder durante tanto tiempo porque a la gente realmente le gusta y, de hecho, lo aman. Y creo que ahora es una figura paternal, y creo que es por lo que la gente siente tanta lealtad y devoción. Quiero decir, Fidel es como la isla, el padre de la patria”.
Refiriéndose a su guía turístico en el primer viaje a Cuba, en 1977, la Walker desvariaba:
“No hay ninguna historia, más allá de ésta, de Pablo Díaz. Lo vi dos veces durante mis dos semanas en Cuba. Le dije que me recordaba a mi padre. Me respondió: ‘Tú me honras’. En una fotografía que tengo de nosotros posando con nuestro grupo cubano y afroamericano, veo que su mano descansa sobre mi hombro y yo estoy tranquila debajo de esa mano, sonriendo”.
Sonriendo debajo de la mano del policía que la atiende, Alice se siente esperanzada:
“Yo envidiaba a sus hijos, a todos los niños de Cuba, a cuyos padres se les alienta y se les permite seguir creciendo, desarrollándose, cambiando, siguiendo el ritmo de sus hijos. Ser compañeros además de padres”.
En 1977, Walker era una tonta útil, ignorante del dolor del pueblo cubano, insensible al sufrimiento de sus compatriotas cubanoamericanos, indiferente al destino de los niños ahogados, las niñas desterradas, las familias forzosamente separadas. Alice no sabía de qué hablaba. Tampoco lo sabía, supongo, en 1996. La disculpamos porque estaba recién llegada a Cuba, y porque Cuba es un viejo embrollo difícil de desentrañar. Era imposible que Alice Walker viera a Cuba como un barracón, y a los cubanos como esclavos, y a los castristas como los leñadores que hicieron leña del árbol caído de una república constitucional.
Tampoco es tan fácil ver a Fidel Castro como el capataz gallego que se apropió de la memoria histórica del negro cubano, de las medallas de los generales negros que lucharon por una Cuba libre, esos viejos robles que cayeron bajo el hacha del blanco. Taladores de pinos nuevos, que siegan diez mil jóvenes vidas cada mes aún hoy, en 2024, y las envían al destierro, al desarraigo y a la muerte, como antes mandaban a los negros. A ese que ella llama padre de la patria, nosotros lo llamamos dictador, esclavista y singao.
Pero la anciana Alice Walker, condecorada en la Casa de las Américas la semana pasada, debió haberse informado del 11-J, debió haber oído hablar del reparto San Isidro, de la existencia de Luis Manuel Otero Alcántara, Maykel Osorbo y Berta Soler, de los mil disidentes llevados al cepo, de los diez mil médicos cubanos vendidos a precio de remate. Alice tendría que abrir su ojo ciego para ver cómo Cuba es, geopolíticamente, un Estado sureño insubordinado, el rogue state al sur de Dixie, al sur del Sur, ese que no aceptó haber perdido ni acató las condiciones del armisticio de la Unión.
Alice Walker debe saber que ella es vista en Cuba como la Tía Tomasa de los terratenientes Castro. La comunidad negra de los Estados Unidos tendría que sacarse los balines que el castrismo le disparó a los ojos, para ver de una condenada vez cómo se vive en una sociedad que practica la esclavitud moderna.
Desde la perspectiva histórica en que Walker sitúa su prosa púrpura, desde el Tennessee segregado de sus ficciones, Cuba vendría a ser un apéndice de la Confederación, la encarnación de algún malvado Destino Manifiesto. Alice Walker, la escritora de prosa mala, posiblemente sepa quién fue Ambrosio José Gonzales, el traductor del general Narciso López y luego coronel de las tropas confederadas. No le resultará tan difícil entender que su padrecito Fidel está emparentado espiritualmente con ese Ambrosio, vendedor de armas y Jefe de Artillería de South Carolina, Georgia y la Florida en 1861, y defensor de la idea de la segregación, el separatismo y la sumisión, y que nada tiene que ver el fidelismo con los ideales de Antonio Maceo, Booker T. Washington y Frederick Douglass.
Para decirlo en gringo: Alice ha estado ladrándole al árbol equivocado, barking up the wrong tree. Alice Walker y todos los negros tuertos de Estados Unidos deben acabar de abrir el ojo alucinado y entender que Cuba es un anacronismo histórico, y que los cubanos somos los nuevos negros, independientemente de nuestra condición racial. Porque nuestra “negritud” es la consecuencia del sistema de apartheid que ella glorifica.
La circunstancia del padre abusador, recurrente en la obra de Walker, del macho que viola a sus hijas, del pariente déspota, ha sido la realidad cotidiana de todos los cubanos y las cubanas desde hace 65 años. Alice Walker, premiada en Cuba por su indiferencia, es admitida en una plantación donde un grupo de intelectuales afroamericanos obtiene permiso para posar junto al comendador Abel Prieto y el capataz Alpidio Alonso. Así, Alice Walker, premio Pulitzer de Literatura, entró al barracón escoltada por dos negros domésticos llamados Nancy Morejón y Víctor Fowler.
Si Alice realmente quisiera entendernos, y necesitara algún referente audiovisual sacado de su propia cultura, deberá pensar que Nancy es la Georgina y Víctor el Andre Logan King de la película Get out!, de Jordan Peele, dos esclavos que bebieron la tisana del caciquismo y que figuran como negros de reparto en un elenco de represores blancos. Si Alice supiera realmente dónde está metida, saldría corriendo de nuestra plantación y arrastraría con ella a su comitiva de zombis afroamericanos.
Entonces, ¿quién la llamará aparte para informarle que, en el momento en que recibía el medallón de manos de los capataces, fallecía en La Habana, víctima de la indiferencia y la escualidez, uno de los más sagaces críticos culturales de esa nación donde la escritora aceptó el papel de intrusa y colaboracionista?
Nadie se atreverá a decirle a Walker que su medalla es una presea robada, arrebatada al cuello de un pensador cubano que evitó caer en la adulación y la purpurina. Nadie le contará que cuando Héctor Antón no pudo más, cuando cayó fulminado en su casa y se puso negro, y fue llevado a un hospital sin medicamentos ni recursos para revivirlo, la negligencia del sistema le ofreció un cajón de tablas de pino como premio de consolación.
Héctor Antón nunca publicó libro, ni fue reconocido ni condecorado en Cuba, nunca recibió la medalla que merecía por haber desmontado en brillantes análisis la patraña artística de la dictadura. ¡Qué diablos! Los mandarines de turno ni siquiera le dieron las gracias por haber sido el árbol caído que no hizo ruido para que Alice pudiera pasearse entre sus secuoyas.
Pero que komekaka. La fanatizacion de ignorantes bien adoctrinados x la fidelocracia estaran condenados a vivir en un circulo del inferno cerca del Diablo mayor
Apabullante, nadie le ha dicho tanto tan merecido a esta Alicia en el País de la Mierda. Y gracias por descubrirme a Héctor Antón, no lo conocía. Fantástico. Un bacio grandissimo.